2009-01-22

Burbujas

Al fondo, Graciela Rey. Adelante, Mariana Oriolo, de Traducciones y Financial Times

Aunque colaboré en un suplemento cultural del diario en la década de los 70, asocio mi trabajo en El Cronista con el edificio de Honduras, donde empecé a trabajar como traductora a mediados de los 90. Allí, tras una fachada bastante impresionante, en un edificio tortuoso y de habilitación municipal probablemente aún más tortuosa, la redacción del diario vivía en relativo confort (teníamos las ventanas cerca, y había más o menos una silla y una computadora cada 3 personas) rodeada de estudios de TV, radios, oficinas de cable y administraciones varias.

De las primeras épocas recuerdo haberme bajado varias veces de taxis que había tomado para ir al diario porque el conductor no conocía la calle Honduras ni la calle Bonpland; a las demás, ni siquiera las conocía yo. También recuerdo que había un único bar-restaurante dónde servían cosas exóticas como tartas y ensaladas.

Así fui testigo del inicio de mi primera burbuja vinculada a El Cronista: la del boom gastronómico-inmobiliario de lo que entonces se llamaba Palermo Viejo, todavía en fase de expansión.

Todo está en el futuro

La segunda burbuja, esta vez mundial, crecía y se multiplicaba en torno nuestro mientras tratábamos de navegar por Internet en las dos o tres computadoras con conexión. Eran lentas y de pantalla mínima, pero todos competíamos por usarlas porque, pese a lo paupérrimo del hardware, hasta los menos visionarios supimos que eso de poder verificar un dato o consultar una nota en el acto era una especie de milagro.

No era sorprendente que en otros mundos más avanzados ese milagro se estuviera convirtiendo en un negocio gigantesco: había empezado la era de las puntocom.
De esa época ya mítica me queda el recuerdo de miles de compañías de nombres divertidos ─cuyos presidentes tenían menos de 30 años─ que salían a bolsa una detrás de otra en todas las capitales del mundo, alcanzando valuaciones de mercado siderales en pocos días.

Lo que hacía que la gente comprara como caramelos las acciones de las empresas de los chicos de 25 años era una fórmula mágica denominada Ebidta (por su sigla en inglés), algo que traducido viene a ser “ganancias antes de intereses, impuestos, depreciación y amortización”. Esta fórmula, que antes y después de la burbuja se usaba para calcular la valuación de una empresa para determinadas operaciones, durante la burbuja se convirtió en la flauta de Hamelín que llevaba a los niños al precipicio.

De esos años me quedó una imagen, que recuerdo como premonitoria. La de Norma Nethe, jefa de Economía, con una hoja larga de papel continuo en la mano con el balance de una de estas compañías, preguntándole al mundo en general “¿Y dónde están las ganancias?”.
Cuando quedó claro que las ganancias, por lo menos en un futuro que pudiera anticiparse, no estaban en ninguna parte, la burbuja tecnológica estalló y se tragó el dinero de mucha gente con el habitual ruido seco e irreparable de succión que se oye en esas ocasiones.

La debacle local

Mientras tanto, en la Argentina flotábamos en la superburbuja del 1 peso = 1 dólar. Cuando llevábamos en eso ya varios años, oí en la calle a un hombre que le decía a otro: “mi cuñado, en España, me preguntó, ¿si un peso es igual a un dólar, quién paga la diferencia?”.

La frase quedó dando vueltas y se sumó hacia el final a señales que resultaban familiares: los bancos retaceaban la plata ─uno iba a hacer un retiro y justo no tenían efectivo; los fines de semana, un virus extraño atacaba a todos los cajeros automáticos, que dejaban de funcionar─, la usina de rumores trabajaba a destajo y casi todos los taxistas acababan de dejar a un pasajero que les había confiado que “el martes (o el jueves, o el lunes) va a pasar algo”. Lo que se dice un principio del fin al estilo argentino.

En el diario, los que no habían vivido nunca una debacle cien por ciento argento, decían cosas como “Cavallo no va a devaluar” o “las crisis de antes no vuelven más”. Mientras tanto, los que sí habíamos vivido varias, andábamos por los pasillos con expresión obnubilada de vaca que va rumbo al matadero repitiendo cual robots “pasá la plata a dólar”.
Por supuesto, la realidad fue peor que cualquier anticipación, y el agua nos tapó a todos.

La actual

En cuanto a la burbuja crediticia/hipotecaria actual, en mi memoria su raíz está ligada a palabras como securitización y productos estructurados, que en su momento costaba traducir del inglés porque uno no terminaba de entender qué querían decir. En resumen, resultó que alguien había descubierto que cualquier deuda puede ser fragmentada y convertida en títulos negociables, porque para eso hay computadoras que pueden hacer los cálculos.


Las frases operativas fueron dos: "el riesgo está descontado en el precio de los títulos" y "es una forma de alejar el riesgo de los bancos". Y todavía nadie pudo explicar bien cómo fue que el riesgo, en vez de quedar lejos de los bancos los demolió y liquidó el mercado mundial del crédito.

Graciela Rey Traducciones y Financial Times de El Cronista Comercial

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