2010-08-22

El elenco de la leche


Anibal Maturi y alumnos
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Por experiencia más que por ideología, afirmo con frecuencia que nadie puede guardar recuerdos luminosos de alguna empresa, pero sí –regla sin excepciones- de los compañeros y del bar de la esquina o cercano a cualquier redacción con dignidad. Todos mis trabajos, incluidos casi nueve años en El Cronista, fueron, son y serán sólo eso: colegas y amigos.
En las desdichadas épocas de los 90, aunque el país se hundía con todo el apoyo del diario, corrían historias fascinantes que –casualmente o no- protagonizábamos un buen grupo de compañeros. Dos de aquellos sujetos poco recomendables (como uno) son hoy mis mejores amigos: Alberto Farina (“Fariña”) y Marcelo Fernández Bitar (“Vital”).
Con la memoria un poco desordenada, vayamos entonces -sin nostalgia y con felicidad- a aquellos momentos.

I: Olivia y el comisario

Por el apoyo de algunos ex compañeros del inolvidable Tiempo Argentino (Martín Warmerdam, Jorge Castro, Raúl Perrone, Norberto Beladrich) aparecí en la redacción de Alsina y comencé unas colaboraciones para después trabajar los fines de semana en Honduras. Luego, Castro (subdirector) me propuso incorporarme a la sección Internacionales.
Una de mis compañeras sería María Oliva ("Olivia"), cordobesa irrenunciable, de quien había padecido años atrás (justamente en Tiempo) los entretelones de su noviazgo, de sus tardes lujuriosas sorprendidas por la anciana madre, y los preparativos de su casamiento de apuro, según lenguas periodísticas. El futuro que me esperaba no era mejor: un embarazo completo y todo lo siguiente, como su mal humor, su ansiedad característica, que “la nena no me come” y que “cada día estoy más gorda”. Pero hubo algo peor: trabajé un mes, fui a cobrar y nadie tenía noticias de mí. Recorrí pasillos largos de Cablevisión, me topé con ineptos de 101 pisos de altura hasta que encontré el oasis de Jorge Marinovic (por entonces algo así como jefe de personal pero no tanto), quien me salvó la vida luego de sufrir juntos dos meses de burocracia eurnekianiana.

En esos 60 días de incertidumbre, Castro sonreía y balbuceaba: “Usted, señor Maturi, tiene la humildad de los grandes”.
Con mi vida solucionada y mi fe en el futuro continué trabajando. Fui a cobrar: “¿Cómo es tu nombre…? No, acá no hay nada para vos…”, y la recomendación fue ir a hablar con Antonio Caligiuri, nuevo jefe de personal. Como buen comisario retirado, el hombre jamás miraba a los ojos y su imagen daba escalofríos a algunas compañeras. “Está bien –me dijo- dejalo en mis manos…”. Me retiré con la convicción de que jamás vería un mango.
Al día siguiente, el ex uniformado miraba en otra dirección y me hacía señas para que entrara a su oficina. “Te solucioné todo”, anunció, y me dio un sobre con 400 pesos, casi el sueldo del cadete y la mitad del que percibían algunos pasantes. A punto de desfallecer, agradecí su gestión.
Esta tortura (al mes siguiente fui a cobrar y me preguntaron nuevamente cuál era mi nombre y qué hacía) duró más de un trimestre hasta que mi sueldo fue el normal y mi fama también. En esos días de vientos huracanados hubo un plus: “Ay, Maturito, ¿no me vas hasta la impresora que yo estoy muy cansada?, murmuraba unas 14 veces diarias mi compañera Olivia, con cara de cocker spaniel y las manos cruzadas en su panza enorme. ¡Qué lejos estaba de nuestro escritorio aquella impresora…!, y Castro reconocía: “Señor Maturi, usted es un héroe…y no me lo niegue”.

II: La hora de la leche


La reluciente y recién estrenada redacción de la calle Honduras era particular y distinta a cualquier otra: parecía un banco, una compañía de seguros, una oficina pública. Nadie gritaba, no había discusiones, las bromas parecían un sacrilegio. “Tenemos que terminar con esta payasada”, me propuso un día mi amigo Perrone. “Esto es insostenible”, le respondí, y empezamos a comportarnos como en una redacción. Inútiles y alcahuetes (que abundaban) nos miraban aterrorizados cuando gritábamos o armábamos polémicas alrededor de un tema cualquiera. "Si viene Eurnekián nos va a echar a todos…”. La respuesta de Perrone fue inapelable: “¿Por qué no te vas a recagar?”, interrogó con gesto asesino.
Mientras ineptos y alcahuetes quedaban al margen, todo empezó a normalizarse y la redacción comenzó a parecerlo. Tanto, que en la esquina misma de Honduras y Bonpland había un bar perfecto: lo atendían gallegos y era un bodegón acondicionado para atorrantes de nuestra jerarquía.


Una tarde, a eso de las 18, grité en dirección a Perrone y Martín Warmerdan, que conversaban por ahí: “Señores, me voy a tomar la leche”, y nos fuimos los tres. Al día siguiente, repetí la propuesta y se prendieron Alberto Farina, Marcelo Fernández Bitar, Antonio Birabent y Adrián Soria. Unos días después, Gedalio Tarasow (el último gaucho judío, amigazo de varias redacciones) se incorporó al grupo con Carlos Algeri.
Cuando llegaron Jorge Dubatti y Andrés Casak (el judío errante) la leche fue un acontecimiento masivo y diario. Entre las 17,30 y las 18, Fariña gritaba: “Lecheeeeeessss…”, y Vital confirmaba: “A la voz de aura…”. Todos marchábamos –en ocasiones nos colocábamos narices rojas de payasos compradas por Vital- hacia la esquina. Algunas miradas dudaban de nuestro estado mental y eso nos divertía enormemente.


III: La patronal fascista

Eran tiempos de cambios y como Castro aseguraba citando a su madre, todos eran para peor. No se sabía quién decidía tal o cual cosa, ni quién determinaba cuánto debía ganar uno u otro. El pasquín aparecía y nadie se explicaba cómo ni por qué y, mucho menos, quién lo compraba. Paralelamente a esta deriva incontrolable, la hora de la leche tomaba formas institucionales. Con los cambios sucesivos de gestión, llegaron lacras humanas (o casi) que no merece la pena recordar, cuya función era la alcahuetería y confeccionar listas de despidos. Entre otros, echaron a Vital, nuestro amigo y miembro fundador de la hora de la leche. Sin embargo, no lograron separarnos, porque al día siguiente Vital ya había encontrado trabajo y sólo unos metros más arriba: en Cablevisión, dentro del multimedio. El elenco de la leche continuaba intacto.



Los cambios continuaron siempre para peor. Casi a diario había rumores de despidos y nuevas listas negras, en las cuales –por fortuna- me encontré más de una vez.
Perdimos en esas épocas nefastas a algunos miembros de la hora de la leche que, ante la propuesta de retiro voluntario, lograron llegar a un “arreglo” de plata: Birabent encaró para su trabajo de cantautor y actor, Tarazow se dedicó a sus críticas de cine y programas de jazz, y Soria se puso al frente de una revista bailantera. Algeri tomó un destino incierto, y no supimos de él durante años.
En medio de estas tempestades, el elenco de la leche se volvió indestructible: Fariña, Vital, Dubatti, Perrone, Casak. Algunas veces, aparecía Birabent (en bicicleta) y se incorporaba a la mesa.
Los invitados especiales estaban prohibidos, pero las excepciones no. Por eso, se permitía ocasionalmente la presencia de Elena Moreira o alguno que otro compañero.



IV: No todo tan mal

Dentro del diario, en tanto, tenían éxito mis intentos de vivir tranquilo. Además de Olivia, era compañera de sección la “Señorita Sisi” (María Cecilia Barro Gil), y qué buenos recuerdos tengo de ella. Perseguidora implacable de hombres judíos, primero los capturaba y luego los sometía a sus bajos instintos para llegar –en ocasiones- al casamiento. Hasta el día de hoy, al pasar por los barrios de Once o Villa Crespo, puede arrojarse del colectivo en movimiento si cuatro o cinco personas no lo evitan. El contexto se presentaba favorable. Miguel Montefusco (“Montefiasco”) me divertía al pasar cantando cosas como “Corazón salvaje”, ante la posibilidad de que el cierre del día jamás se produjera. Trabajar con Reinaldo Toledo (“Bignone”) era cada día una sorpresa: manejaba negocios que iban desde el sonido para una bailanta hasta el diseño de una revista de Recoleta o la instalación de un locutorio en Quilmes. Por ese sector estaban Olga Hernández (siempre con un exordio feminista a mano) y el gran Charly, con quien intercambiamos películas de todas las épocas.
Con Cecilia Zárate (mezcla de telefonista y secretaria de Castro) había un enfrentamiento cotidiano cuando pretendía evitar que le robara a su jefe los diarios del escritorio. Ella jamás lo supo, pero mi triunfo fue absoluto. Recuerdo también largas charlas y que casi lloró cuando me fui del diario.
Largas charlas también, muchas de música y folklore en especial, manteníamos después del cierre con la telefonista-recepcionista, ex futura traumatóloga y difusora de chismes Celia Aballay. Directamente desde La Rioja y por sus conocimientos ancestrales indígenas fue mi curandera de cabecera. Aun hoy, no dudaría en consultarla. En otros temas, siempre tenía –inexplicablemente o no- una solución a mano.
Por la zona de Corrección abundaban los personajes: Alicia (armenia y jefa), con guardapolvo rojo para evitar las malas ondas; Claudia Sánchez (Jacinta Pichimahuida) con sus lecciones de sintaxis estricta, y el radical Julio Oriol, siempre visualizando conspiraciones cercanas.
En este ámbito, el terror de la era no logró asustarnos y la hora de la leche continuó en el bar del gallego Julio, atendido por el no gallego Miguel (perdidamente enamorado de la Moreira) y luego por el gallegazo Alfredo, con quien mucho tiempo después nos cruzamos por la calle y el abrazo emocionó a los dos. Su nobleza gallega ya me había puesto antes al borde de alguna lágrima: en una ocasión no tuve plata y, antes de la leche, fui a pedirle que me fiara por unos días. Alfredo estaba comiendo, a eso de las 3 y media de la tarde, en una mesa del bar. Después de mi pregunta enfureció en un idioma que mezclaba el argentino con el gallego: “Pero cómo vienes a decirme eso…, qué venís aquí a pedirme permiso, que vienes aquí todos los días…, y esta es tu casa y en la casa de uno no se pide permiso, y si querés venir a comer día y noche te sientas aquí y nada más…”, y remató: “Aquí vienes cuando quieras y no me jodas con nada…¿somos amigos o qué mierda…?

IV: El fin, pero sin ocaso

En aquella isla con resabios de bodegón de los años 30, las “leches” eran irrenunciables. Hubo días en que alguien faltó a trabajar, pero no a la esquina de Honduras y Bonpland a la hora señalada. Se hablaba y discutía de todo, casi siempre en joda permanente por motivos obvios: Dubatti daba charlas de teatro en los últimos arrabales y mencionaba localidades desconocidas para el más baqueano; Vital citaba a sus entrevistados justo allí y a veces se juntaban 2 o 3, mientras algún promotor de figuras rockeras hacía señas por el gran ventanal con una gacetilla; Fariña (uruguayo-argentino) mostraba su pánico ante la posibilidad del puente Buenos Aires-Colonia y un aluvión turístico; Casak (el judío errante), siempre con un CD abajo del brazo y con trabajos que hacían honor a su apodo: de aquí para allá y no se sabía dónde; Perrone, en busca permanente de elencos para sus películas filmadas en Ituzaingó, hablaba con personajes indefinibles y tan misteriosos como espías ingleses. A mí me decían “Petroccelli” porque la construcción de mi casa en el campo parecía eterna. Se burlaban además, sin piedad, de mis presentaciones como guitarrista flamenco.



En aquella época de esplendor, a principios del 98, Vital trajo la noticia: “Me llamaron de Perfil, porque van a sacar un diario…”, y como la propuesta era tentadora aceptó. Pudo venir algunas veces a la esquina, pero después fue imposible.
Un mes después, una mañana, me despertó su llamado: “Tenés que venirte para acá porque hace falta un editor y hay buena plata. Además, tenemos que tomar la leche”. También acepté, porque había allí, en Perfil, amigos muy queridos y todo pintaba perfecto, aunque desembocara en un desastre. Cuando di la noticia en la mesa del bar, Fariña preguntó: “¿Y qué va a pasar ahora con la leche…?”, a lo que Dubatti respondió con forzado tono teatral: “Es el fin, inevitablemente es el fin”.



Casualmente o no, aquellos encuentros que serían los finales fueron accidentados por ausencias, alguna gripe, alguna nota de urgencia y otros inconvenientes. Nunca supimos cuál fue la última vez que estuvimos todos juntos.

V: Olvidar, nunca

Vital y yo sufrimos la catástrofe del cierre del diario Perfil y tuvimos un tiempo de desocupados que nos permitió innumerables leches. También nos reunimos a cenar –como lo hacíamos los primeros jueves de cada mes- con Birabent y Tarasow. Tuvimos encuentros (Vital y yo) con Fariña y Casak, Dubatti, y con Perrone en su casa de Ituzaingó, donde habíamos inventado una variante de ping-pong que proponía correr alrededor de la mesa como unos boludos, pero ¡qué bien la pasábamos…!. Fariña llevaba a su vieja perra Movie, y Perrone temía un enfrentamiento canino con su otra vieja Caricatura. Todo continuaba con el mismo clima payasesco de siempre.
Desde aquella última leche en el bar de Julio (que nunca supimos cuándo fue) pasaron -hasta esta larga crónica de recuerdos- más de 12 años y casi 1 desde que Fariña se fue a vivir a otro barrio y por esos misterios del afecto sigue con nosotros. Con Vital, nuestros encuentros son sagrados y continuos. Con los demás del gran elenco estable siempre hay algún llamado, algún recuerdo, algún abrazo por la calle tan bienvenido como inesperado.
Birabent vino hace poco a una de mis clases de periodismo para que los chicos practicaran las técnicas de la entrevista. Antes, por supuesto, tomamos la leche. Sin nostalgias y con gran felicidad, nos repetimos: “¡Qué bien la pasábamos…!”, y siguieron unos segundos de silencio.


Aníbal Maturi


Aníbal Maturi fue redactor de la sección Internacionales de El Cronista desde 1990 hasta 1998. Antes de eso, trabajó en la sección Política. Actualmente es docente de periodismo y colabora en distintos medios.


Este texto sufrió pequeños, pero igualmente injustos recortes de censura. Puede pedir el todavía más sabroso original aquí

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